La mentira y la corrupción como instrumentos de poder político

Por Crisanto Obadía

Aspirante a ayudante de filósofo

La mentira como instrumento de poder

El político mentiroso no es un mero transgresor ocasional de la verdad, sino un arquitecto de realidades alternativas. Su mentira no nace del error, sino de una voluntad de poder que Nietzsche vislumbró cuando escribió:

«La mentira es una condición más de la vida».

En el ámbito político, la mentira se convierte en un mecanismo de control que trasciende el engaño puntual: construye un universo simbólico donde la verdad es relegada a mero obstáculo técnico. Como advirtió Hannah Arendt en «Verdad y Política»,

«El resultado más peligroso de la dominación totalitaria es que los hombres se enfrentan a la imposibilidad de tener una realidad propia».

El mentiroso no solo oculta hechos, sino que vacía el lenguaje de significado, corrompiendo la base misma del diálogo social.

La corrupción como síntoma de la degradación ética

La corrupción política representa la materialización de la mentira en las estructuras de poder. No es solo el desvío de recursos, sino la perversión del propósito público. Como sentenciaba Lord Acton:

«El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente».

El político corrupto encarna lo que Aristóteles denominaba «akrasia»: la debilidad de la voluntad que sucumbe ante los bienes materiales. Pero va más allá: transforma la codicia en sistema, institucionalizando el vaciamiento del bien común. En palabras de Francisco de Quevedo:

«Poderoso caballero es don Dinero».

La corrupción sistémica crea una doble moral donde las leyes existen para ser eludidas, nunca para ser cumplidas.

La psicología del engaño institucionalizado

Psicológicamente, el político mentiroso y corrupto opera bajo un doble registro: la conciencia de su falsedad y la convicción pública de su autenticidad. Esta esquizofrenia moral fue analizada por Erich Fromm al señalar que

«La necesidad de admiración y reconocimiento es un sustituto narcisista de la falta de auténtica autoestima».

El corrupto suele desarrollar lo que Sócrates llamaba «analfabetismo moral«: la incapacidad de distinguir entre el bien y el mal, sustituyendo la ética por el cálculo de beneficios. Como observaba Maquiavelo:

«Los hombres olvidan más rápido la muerte de su padre que la pérdida de su herencia».

La mentira se racionaliza como «necesaria» para un fin superior, justificando así la corrupción ética en nombre de la razón de Estado.

 La ética y la traición a la palabra

La filosofía moral ha insistido en que la palabra es el pacto fundacional de la comunidad. Cuando el político miente y roba, quebranta ese contrato simbólico que Rousseau vinculaba al contrato social. Immanuel Kant lo expresó con crudeza:

«La mentira es la mayor anulación de la dignidad humana».

La corrupción, como mentira materializada, corroe los cimientos de la confianza social. San Agustín ya alertaba:

«Los reinos sin justicia no son más que bandas de ladrones».

Para el político corrupto, la ética es un obstáculo que se elude mediante lo que Maquiavelo llamó «razón de Estado»:

«Los hombres juzgan más por los ojos que por las manos, porque el ver pertenece a todos, el tocar a pocos».

Consecuencias: el cínico y el crédulo

El político mentiroso y corrupto genera dos figuras complementarias en la sociedad: el cínico, que asume que todo discurso es falso, y el crédulo, que abdica de su capacidad crítica. Esta dicotomía erosiona la democracia, como alertó Platón en «La República»:

«El precio de desentenderse de la política es ser gobernado por los peores».

La corrupción sistémica conduce a la apatía epistemológica y moral, donde los ciudadanos renuncian a discernir la verdad y a exigir integridad. En palabras de Vaclav Havel:

«Vivir en la mentira es la crisis espiritual de la sociedad».

La resistencia como imperativo

Frente al político mentiroso y corrupto, la respuesta filosófica no es la resignación, sino la reivindicación de la parresía que Foucault analizó: el hablar veraz como acto de coraje. Como escribió George Orwell en «1984»:

«En tiempos de engaño universal, decir la verdad es un acto revolucionario».

La defensa de la verdad y la integridad no es un ideal abstracto, sino la trinchera desde la cual proteger la vida pública. Recordemos, por último, a Nietzsche:

«La mentira más común es aquella con la que un hombre se engaña a sí mismo. Engañar a los demás es un efecto relativamente vano».

El político mentiroso y corrupto es, en el fondo, el primer cautivo de su propio laberinto de ficciones y robos. Su tragedia final reside en que, como advirtió Séneca:

«Ningún viento es favorable para quien no sabe a qué puerto se dirige».

La corrupción no solo empobrece las arcas públicas, sino que devasta el alma de quien la practica y la sociedad que la tolera.

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