A las mujeres que son víctimas y lamentablemente, solo bajan su cabeza para ocultar su verdad

MELANCOLÍA NOCTURNA

Por Wálter Guzmán Granados

walterggg@ice.co.cr

La habitación está fría y en el ambiente se siente el viento que al volar producen los sueños fallidos, sus paredes están cubiertas con una pintura hecha a base de sufrimientos y soledades, en algunas se pueden ver las manchas que una vez dejaron las lágrimas que derramaron mil ojos, aquellos que siempre miran tan intensamente que en su profundidad se dejan ver las esperanzas que nacieron en la mente de una mujer adolescente.  Recostado a una pared se aprecia un armario que se usa como biblioteca y que no hace rima con las dimensiones de la habitación.  Por un lado, muestra una serie de libros pulcramente ordenados y por otro, un montón de más libros, revistas y recortes de periódicos colocados de manera que da la impresión que están ahí porque no hay un lugar mejor donde acomodarlos, muchos de estos se refieren a temas relacionados con la milicia.  Otros libros, varias hojas blancas, un portaplumas y algunas menudencias sin importancia, se apretujan sobre un escritorio negro instalado junto al mueble de la biblioteca.  Unas pinturas, de las cuales no interesa su autor, adornan las paredes, y por los colores que en ellas predominan, da la impresión de que fueron hechas con la única intención de que se colocaran en las paredes de esa sala.  Una que otra fotografía, posiblemente de familiares y amigos cercanos al matrimonio, terminaban de dar el decorado final al aposento.  En una esquina se encuentra una mesita pequeña y sobre esta una lámpara que dirige su luminosidad amarillenta hacia el sofá.

     Ahí está María, como ayer, como siempre y quizás como muchos días más, viste su bata color carmín -su favorita-.  ¡Luce radiante, hermosa!, como si esperara a alguien que nunca llegaría, pero lamentablemente tenía la certeza que su esposo vendría.  Mantiene entre sus manos un libro sobre la felicidad conyugal, el que mira y mira, pero sin leer, es simplemente para sentir la sensación de estar apoyada a cualquier insignificancia.

     Meditabunda y pesarosa trajo a su mente el recuerdo de los años idos, como queriendo revivir aquellos momentos agradables junto a su marido, pero le resultaba difícil encontrarlos: “En qué situación más comprometedora se hallaba” –pensó- y solo atinó a preguntarse:  —¿Algún día he sido feliz?

Dirigió sus hermosos y profundos ojos hacia la ventana del frente de la casa, como buscando la eternidad: un infinito sin retorno, pero solo vio unas hojas sueltas, secas, sin vida, que producían una danza macabra en el escenario de la oscura y melancólica noche, siguiendo el compás de los sonidos funestos que producía el viento: seguro de sí mismo y dueño de la situación.  Los movimientos bruscos de las estériles ramas que forman los lánguidos y escasos árboles que circundan el lugar, semejan a un director ebrio, dirigiendo una orquesta de músicos fantasmas.

—¡Siento miedo, esta soledad es interminable, es lúgubre! –se dijo para sí misma María.

Un fuerte ruido la sacó de ese sopor, la hizo sobresaltar del sofá y mientras apretaba sus ojos contra el corazón, sintió la sensación de que caía en un abismo sin fin.  Los abrió por un instante, y sin querer mirar se percató de que un enorme árbol, sin su consentimiento, había perturbado su intimidad.  Se sintió profanada.  El viento siguió soplando a todo pulmón su invisible instrumento musical y las hojas continuaron con su interminable danza, pero esta vez usando como escenario la biblioteca de María.

No corrió.  No se asustó.  Su cuerpo tiritaba y transpiraba copiosamente, se sintió desfallecer, sus manos perdían la fuerza, dejaban caer algo: “Se rompió la felicidad conyugal” –pensó María.

Casi a punto de enloquecer y sumida en una negrura infinita se miró atrapada entre los húmedos y pegajosos tentáculos del árbol, cuyo tronco erguido, varonil y prepotente, como un intruso desconocido, trataba de violarla. Vio como sus sueños y esperanzas de adolescente se derramaban cubriendo el piso de la habitación: “Lo mancharán” –pensó.

Sintió que sus pesares se esfumaron para siempre, sin dejar rastro.  Una inmensa y brillante luz amarillenta se apoderó de su universo:  de su biblioteca, de su vida.  Dejó de sentir miedo, su cuerpo no temblaba, no sudaba, una sensación entre sus entrañas la embriagó de alegría, se sintió excitada, se sintió mujer y quiso que las ramas de aquel árbol la abrazaran más fuertemente, que él la tomase, que hiciera con ella lo que ya había olvidado.  Quería asirse al tronco:  ser un solo cuerpo, encontrar la eternidad del amor, la inmensidad del deseo y la paz de la pasión.  Solamente quería volver a sentirse amada, deseada.  Únicamente deseaba ser mujer.  Sentirse viva.

Una voz tosca, agria y asustada la hizo retornar de su sueño.  “¡Qué extraño! –se dijo para sí-  no escuché el automóvil”.  De nuevo vio la oscuridad de la noche, otra vez era María, la de siempre.  A su lado, inmóvil e inerte: su libro sobre felicidad conyugal.

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