¡QUE VIVA LA PILARICA FELIZ FIESTA PATRONAL!

Comparto con ustedes un hermoso texto del Periodista Joaquín Vargas Coto.

La Leyenda de la Virgen del Pilar*

(FOTO LEONARDO JIMENEZ)

JOAQUÍN VARGAS COTO (†) Reproducción

“Hace algún tiempo, con ocasión de haberse propuesto en el Congreso de la República un proyecto de ley para que se otorgase a la población de Tres Ríos el título de ciudad, los vecinos de este lugar protestaron con viveza, alegando que su deseo era el de que se siguiera denominando a este pueblo Villa de Nuestra Señora del Pilar de La Unión de Tres Ríos, como, según consta en documentos oficiales, ya se denominaba desde antes del año de la independencia nacional.

En aquellos días pude recoger algunas leyendas interesantes entre ellas las que me propongo transcribir en estas cuartillas, la cual se refiere a la manera cómo se consagró el pueblo de Tres Ríos a la devoción de la Virgen del Pilar, su patrona desde hace más de un siglo; de rústicas fuentes brota el agua de esta leyenda; en los mismos labios de los campesinos lugareños recogí esta tradición que es ingenua como un cuento primitivo y bella como todas las leyendas populares.

Quien la lea, encontrará que tiene en su sencillez gran similitud con la tradición aragonesa, trasunto de la cual es sin duda, de la aparición de la Pilarica en Zaragoza la heroica.

Fue en los tiempos coloniales: el pueblo, cabañal primitivo, vivía su infancia al pie del cerro verde de La Carpintera, y en el valle circundado de alturas protectoras, entre la montaña espesa se encontraban pequeños campos limpios para el laboreo. Solos, o agrupados de dos en dos, de tres en tres, a la vera de atajos y sendas se desparramaban los ranchos en los claros del bosque; una que otra casa de adobes, con paredes revocadas y enjalbegadas, levantaba el orgullo de su destacada arquitectura entre el rancherío. Los mayores núcleos de población no se encontraban en la villa actual, sino hacia el suroeste, por el río Tiribí abajo, en San Diego, La Rejoya y El Ingenio. Sin embargo los de Tres Ríos tenían su templo donde veneraban a su primitiva patrona la Virgen de la Luz y donde los de abajo hacían sus fiestas a la del Socorro. Donde hoy se encuentra la casa que todos en el pueblo conocen con el nombre de casa de las Paz, estaba el templo, construcción techada a medias con tejas de barro colorado y paja. Una sola campana había en ella, y sus ecos cristalinos volaban por todo el valle a diversas horas: a la del amanecer con el Ave Stella Matutina, al medio día anunciando éste y a la del crepúsculo vespertino con las notas dulcemente melancólicas del Angelus.

En el valle, donde se produce hoy el mejor café de Costa Rica, se sembraban entonces la cofia, el maíz y el tabaco; por Avance y Ochomogo los frijoles y las papas. Había muchas y frescas huertas y en el otro lado del Tiribí, subiendo por las faldas del cerro suráneo, corno hacia el Dulce Nombre y Concepción, donde habían sido talados los más corpulentos árboles, encinas y robles centenarios, entre herbazales floridos, vivían numerosas cabezas de ganado, bueyes de trabajo y vacas lecheras, que, ramoneando y triscando de lo más verde y tierno, manteníanse gordas y lucientes. Las gallinas llenaban los patios y vecinos barbechos y por entre ellas hozaban los cerdos bien cebados.

Las mayores conmociones del pueblo consistían en las grandes y frecuentes crecidas del Tiribí o del Río Chiquito que en los meses de aquellos crudos inviernos bramaban con el poderoso caudal de sus aguas, hoy tan mermadas y reducidas a hilillos sin importancia.

También los leones y los tigres solían robarse de los patios los mejores cerdos o los terneros, y los tigrillos y zorros alarmaban a media noche los bien nutridos gallineros poniendo alarmas en el poblado

Lugar de pasada entre las poblaciones de Cartago y San José o Villa Nueva como todavía algunos la llamaban, al rancherío llegaban de cuando en cuando, por lo que hoy se llama la Calle Vieja o por la de San Diego, gentes extrañas que traían noticias del mundo, muchas de ellas salidas de España hacia seis meses y que daban la vuelta por Guatemala y Nicaragua para llegar al valle.

El 11 de octubre de un año imposible de precisar había llovido hasta media tarde. clareando después el cielo que al caer la noche parecía arder por occidente con las vivas luces de los celajes de invierno. Blancas y flotantes nubes, enredándose con las ramas hojosas del tupido bosque, parecían poner chales de algodón sobre el macizo y alto cuerpo de La Carpintera, encima de cuyo más alto picacho brillaban los fulgentes diamantes de la Cruz del Sur. La luna por el cielo profundo, azul y despejado, inundaba de luz pueblo, valle y montaña.

A lo lejos, se oía el ruido siempre constante de los ríos, en cuyos cauces el agua se quebraba en numerosas piedras formando espuma blanca o se estancaba en serenos y profundos remansos, negros bajo el palio de las fondas, por entre cuyas desgarraduras una estrella posaba su imagen invisible que se reflejaba, titilante, en el sereno espejo del agua quieta.

Algunos vecinos estaban reunidos, a eso de las siete de la noche, en la puerta de su humilde iglesia parroquial, aprovechándose de la noche de luna, del buen tiempo y de la frescura del ambiente, embalsamado por el musgo y las flores.

Ramalazos de viento, que apagaban el rumor de los ríos, sacudían a veces los árboles, de cuyas ramas y hojas estremecidas caían gruesas gotas de agua.

De pronto, distintamente claro, sobre el ruido siempre igual de los ríos, se precisó el galopar de un caballo que descendía por la Calle Vieja; se oían los cascos que chocaban contra las piedras del camino, y al poco apareció, como viniendo de Cartago, la figura de un hombre montado sobre hermosa y alba cabalgadura que se acercó al grupo de las gentes, diez o doce hombres, saludándoles con el Ave María como era usanza por entonces.

De cerrada barba castaña y rizosa, con ojos muy vivos, recio el cuerpo y señorial el ademán; cubríase con capa española, negra por fuera, roja viva por el forro, montaba con soberbia arrogancia un caballo albino de grande alzada impetuoso y lleno de bríos, que su dueño, con mano maestra, refrenaba; bajo la capa brillaban el peto acerado y el tahalí ricamente bordado con preciosas gemas. Tal el caballero recién llegado, ­Vamos a la orilla del río, que traigo una orden para los del pueblo y sólo allá podré comunicarla, dijo a los vecinos. Y todos fueron, siguiendo los pasos de su caballo. Cuando hubieron llegado al sitio donde hoy se levanta la iglesia, sacó de bajo de la capa una imagen:

La orden es que aquí construyáis un templo dedicado a Nuestra Señora del Pitar y que la veneréis como patrona de este pueblo.

Nada más dijo el caballero del sonoro hablar y del noble porte. Espoleó el caballo que arrancó majestuosamente como sacando chispas con sus cascos al chocar contra el pedregal del camino, y se perdieron por éste, primero la figura gallarda del caballero, después, el ruido del galope frenético, desalado.

El 12 de octubre amaneció Nuestra Señora del Pilar patrona de Tres Ríos. En el sitio indicada se alzó el templo que está, como el de Zaragoza en Aragón, junto al río. Desde entonces el pueblo ama a la Pilarica con fe sencilla, sincera y profunda. A su pilar bendito se han acogido, generaciones que se han sucedido en el lugar, en sus dichas y en sus duelos; en ese pilar que sustenta su imagen han refugiado sus penas todos los hijos del valle.

¿Quién fué el caballero misterioso del caballo blanco que una clara noche de octubre llevó a la Pilarica a Tres Ríos?

Las gentes dicen que el apóstol Santiago. Nadie antes lo había visto; nadie, después, jamás le vió.

Pero los vecinos de Tres Ríos cuentan la historia que he narrado, del mismo modo que los baturros de Aragón cuentan cómo Santiago, una noche, llegó a Zaragoza a para recibir del cielo el Pilar que sustenta la más guapa de las baturras, de la Pilarica. Y, cosa también de parecido, en Tres Ríos más le dice la gente a su virgen La Pilarica que nuestra Señora del Pilar.

La población fué creciendo con el devenir del tiempo; la carretera entre Cartago y San José y el ferrocarril después, dieran importancia al lugar, la caña y el tabaco desaparecieron. Los años todo lo han modificado: todo, menos la devoción al Pilar. Ella signe como en los primeros días y cada doce de octubre, el pueblo de fiesta, renueva su fe ante el altar de la virgen.

Ella ha sido su pan celeste, su alimento espiritual: a su amparo se ha hecho todo y al calor de su mirada tranquila, bajo las naves de su templo se ha vertido el agua de miles de bautizos, se ha bendecido el amor en miles de matrimonios y se han cantado los postrimeros responsos de miles de muertos. A la sombra del Pilar ha vívido toda su existencia un pueblo; regocijos y duelos, ensueños y amores, idilios y tragedias. Todas esa cosas efímeras como la vida de los hombres han ido pasando, van pasando, irán pasando.

Sólo quedan, sobre el paisaje claro y sereno de las noches tropicales, el templo blanco, la risueña Carpintera y sobre su más alto picacho, los fulgentes diamantes de la Cruz del Sur.

Dentro del templo, el Pilar.

NOTA: Tomado del Diario de Costa Rica, Domingo 11 de octubre de 1926.

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