Por Wálter Guzmán Granados
Hace unos días, en junio del presente año, haciendo un poco de ejercicio para eliminar estrés, grasa y presiones que son tan dañinas para la salud, me encontré con una estampa que me amarró todo el día y aún el día que escribo estas líneas me tiene apesadumbrado.
Caminando, cerca del templo católico de San Juan, observé a una pareja y a una niña de escasos diez años, cada uno con un carrito de supermercado, repletos de corotos –de cualquier cosa- y buscando en las bolsas de basura que se encontraban a la vera de la carretera algo más que echar a sus vehículos.
De inmediato, llegó a mi mente Única Oconitrillo, maestra pensionada a la fuerza; su esposo, Momboñombo Moñagallo, guarda de construcciones, vigilante o “guachimán” y El Bacán, el hijo que nunca pudo tener ella, pero que lo llegó a encontrar en el basurero. Estos son los personajes principales de la novela del costarricense Fernando Contreras Castro, Única mirando al mar. Este libro lo he leído al menos unas tres veces y no deja de cautivarme y hacer que mi mente viaje al desaparecido relleno (basurero) de Río Azul, lugar donde vivían estas personas y tenían su “trabajo”.
En un precario junto al botadero, en el que vivían muchos “buzos” más, ellos tenían un rancho, donde pasaban las 24 horas y los 365 días del año, pues no salían de su residencia por temor a las burlas, al desprecio, a la desesperanza de mañanas sin esperanzas. En sus ranchos celebraban sus navidades sin nochebuenas, ni niñitos, ni reyes magos; festejaban el 15 de setiembre, sin redoblantes, bandas o bastoneras, solo con banderas recogidas de la basura.
¡Sí! Cada vez que la leo voy montando en mi mente un escenario en el que genero una obra de teatro para sufrir viéndola, de principio a fin. O bien, dibujo unas locaciones en las que monto un guion para una película triste, muy triste, quizás de terror, sin palomitas ni cocacolas.
Cuando vi esa escena en nuestras carreteras, pensé en cuántas únicas, momboñombos y bacanes había en ese momento recorriendo las calles del país y viviendo de miserias, de soledades, de desprecios y demás etiquetas. Cuántos bacanes estarían sufriendo fríos porque no hay horizontes para ellos, no hay escuelas o colegios o un mar que les brille en la cara, como a Única, cuando su esposo la llevó a Puntarenas. Puede que solo vivan de necesidades, angustias, frustraciones y tal vez, atropellos, maltratos y abusos que, como las rosas de Única, van tirando sus pétalos de infancia para que se los lleve el océano sin rumbo, sin destino, sin regreso.
Lastimosamente, lo que vi no fue ficción, ni tampoco los personajes de una novela, eran tres personas como yo, usted y otros muchos, pero tal vez sin oportunidades, sin alientos y sin un amanecer en el que brille el sol. Es posible que, para ellos, cada día sea solo un día más, un día de búsquedas de lo que otros desechan porque les estorba, les molesta o simplemente, por botarlos. Puede que en algún momento se encuentren con las esperanzas que alguien haya desechado. O quizás, como Única, encierren el tiempo en una botella.
Luego, de regreso, me encuentro con otra realidad, ese nutrido grupo de personas que también deambulan a diario por las calles y el parque de Tres Ríos y me pregunto: ¿cuál de ellos será Momboñombo? o ¿cuál de ellas será Única? Claro, la diferencia es que estos no temen a los estigmas ni a las etiquetas, solo son ellos y no les importa buscar en cualquier bolsa o estañón y comer lo que encuentren, ya no hay vergüenza, pero seguramente tampoco hay un mañana; puede que también, esos mañanas los encierren en botellas.
A veces, se alimentan de lo que les regalan las agrupaciones de caridad que existen en el cantón. Pero supongo, que estas personas comen sin esperanza, sin deseo, solo buscan satisfacer un vacío del estómago, pero lamentablemente, ese alimento no les llena el vacío del alma, del espíritu, pues al día siguiente, de nuevo recorren las calles y el parque; haciendo lo mismo: nada y, al igual que Única, congelando las horas para que el tiempo no siga su curso, para enclaustrarse en un sino sin rumbo, para sentarse en un pollo y ver no sé, ¡seguro que el mar!